“Yo he perdido mi trabajo. Yo he dado a luz. Esto ha sido difícil porque mi hijo también tiene discapacidades”. Estas son las palabras de una abatida madre de dos hijos, Rebecca Bolona. Esta mujer de 38 años habla con nosotros en una pequeña habitación del piso superior del Centro Vitolina, en una zona muy concurrida de Wierdapark, Sudáfrica.
La manta del bebé absorbe sus lágrimas, mientras ella relata lo referente al impacto que el confinamiento impuesto por la COVID-19 ha tenido en ella y su familia durante los últimos 18 meses. Rebecca y varios migrantes, en su mayoría mujeres con pequeños, están reunidos en el Centro Vitolina para recibir cupones para alimentos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). La OIM ha estado distribuyendo cupones para alimentos a las poblaciones vulnerables durante toda la pandemia. Mientras tanto, otras entidades de la ONU, como el PNUD, el UNFPA y la UNODC, han entregado equipos de protección personal, y ONU Mujeres ha trabajado para contrarrestar el repunte de la violencia de género.
Rebecca y muchas otras mujeres comparten historias similares sobre sus vidas antes del confinamiento. Algunas trabajaban en el sector de la hostelería, otras en restaurantes u hoteles. Pero cuando el presidente Cyril Ramaphosa impuso los subsecuentes confinamientos para frenar la propagación del virus, las mujeres perdieron sus medios de subsistencia. En muchos casos, sus parejas también perdieron sus ingresos, dejándolas sin dinero y a veces incluso sin hogar.
“No tenemos dinero. Mi hijo estaba en la universidad y no puede volver por las tasas pendientes”, cuenta Jeanine Capiamba, de 56 años. El sector de la hostelería, dicen, no funciona a pleno rendimiento. Según muchas de las mujeres, las restricciones a los viajes han provocado un casi cierre de la industria turística. Añaden que, debido a los temores que siguen existiendo en torno a la propagación del virus, el turismo local también ha tardado en remontar.
“Los turistas no vienen, así que no hay trabajos a los que podamos volver”, se hace eco Berth Bolela, de 37 años, migrante de la República Democrática del Congo. Volver a su país de origen no es una opción, ya que las mujeres dicen que no pueden permitirse la prueba de la COVID-19 en la frontera, que en muchos casos se ha convertido en obligatoria. Las migrantes afirman haber seguido la situación en Zimbabwe durante el periodo navideño y temen que ellas también se queden atrapadas en la frontera si deciden salir de Sudáfrica.
For now, the vouchers provide a glimmer of hope for survival. Por ahora, los cupones suponen un rayo de esperanza para sobrevivir.
“Los cupones nos ayudan porque al menos puedo ir a comprar leche y otros alimentos para mi familia. Mientras los niños y niñas estén alimentados, soy feliz”.
Historia escrita por Zeenat Abdool, Centro de Información de las Naciones Unidas. Apoyo editorial de Paul VanDeCarr, Oficina de Coordinación del Desarrollo. Para saber más sobre el trabajo que se realiza en el país, visite SouthAfrica.UN.org.
Para saber más sobre los resultados de nuestro trabajo en este ámbito y en otros, lea el informe de la presidencia del GNUDS sobre la Oficina de Coordinación del Desarrollo.